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Chapecoense formando en el estadio Metropolitano para enfrentar a Junior en la Sudamericana.
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¡Vuelo sin retorno..!

Un viaje placentero que en 5 minutos se convirtió en tragedia. Aquella noche negra del 28 “vistió de verde luto” a dos pueblos hermanados por el fútbol y solidarizó al mundo en medio del llanto y olor a muerte.

A las 6:45 de la tarde del miércoles 30 de noviembre, hora en que debía jugarse el partido, miles y miles de personas abarrotadas en el Atanasio Girardot de Medellín tributaron el mejor homenaje que podía darse a esos héroes de Chapecó que 48 horas antes entregaron sus vidas en el absurdo accidente aéreo en el Cerro El Gordo, cerca de Medellín.  Lágrimas, bañando el triste tapizado del Atanasio Girardot, palabras entrecortadas, la marcha fúnebre interpretada por la Banda Militar, el minuto de silencio, el toque de corneta  con el cántico del adiós y las 71 palomas alzando vuelo, recordaban a los fallecidos en aquel trágico suceso.

El Ministro de Relaciones Exteriores de Brasil José Serra con  su voz compungida estremeció los corazones al reconocer que los colombianos habían sentido como suyo el terrible desastre que acabó los sueños de los Chapecoenses. “Sueño de hadas que esta fatídica noche nos despertó a todos los brasileros a una triste y dolorosa realidad”.

Indescriptibles momentos de dolor en que el funcionario en entrecortado llanto  decía  “nunca en la vida había sentido tanta emoción como en esta muestra de solidaridad del pueblo colombiano”. Recalcando que quizás, por alguna razón desconocida del destino, los colores verde y blanco de Chapecoense y Atlético Nacional representaban como nunca antes el verde de la esperanza y el blanco de la paz.

El Ministro de Relaciones Exteriores de Brasil José Serra

Tragedia de inimaginables dimensiones, como esta de la noche negra del  lunes 28 de noviembre en el Cerro El Gordo, paradójicamente en la población llamada La Unión, nos descubre la magnitud del dolor y tristeza capaz de envolver  en un solo sentimiento al mundo y la familia del deporte.  La ilusión de alcanzar la gloria se convirtió a menos de cinco minutos en el más pavorosa desesperanza para 71 personas del avión Lamía, que de una pequeña región del Brasil creían llegar pletóricos de optimismo a la capital antioqueña donde se daría el primer gran paso en la conquista de un titulo internacional.

Tal era el pensamiento de los 22 jugadores del Chapecoense, del cuerpo técnico, directivos y 20 periodistas que alentados por la campaña exitosa que cumplía el equipo, tenían la firme convicción de ser los ganadores, aun enfrentando -ellos eran conscientes de eso- a un rival de enormes pergaminos y de especial momento como lo es el Atlético Nacional.

El Chapecoense, un club humilde de la localidad de Chapecó, con 43 años de historia y de increíble ascenso en los últimos cuatro años, pasando de la cuarta a tercera, segunda y primera categoría a tal punto de conseguir cupo para competir en la Copa Suramericana, sorprendía y atrapaba la simpatía más allá de su propio país. Porque siendo un equipo de jugadores jóvenes, de poca experiencia internacional pero de total entrega y deseos de triunfo, se había dado el lujo de superar rivales de mayores trayectorias como Independiente de Avellaneda (Argentina), Junior de Barranquilla (Colombia), y San Lorenzo de Almagro también de Argentina. Y logrado su primer objetivo: llegar a la gran final, se ilusionaba ahora con la gran conquista.

Era la misma ilusión de sus hinchas que en Chapecó un día antes, con aplausos y vítores despedían a sus jugadores en medio de enorme felicidad y recibían de aquellos sonrisas como respuestas alentadoras. Convencidos estaban todos de la exitosa presentación en el Atanasio Girardot de Medellín ante el Nacional. Lo que nunca pasó por la mente de los jugadores, directivos y periodistas de aquel vuelo chárter, es que ese sería un vuelo sin retorno. Ningún pensamiento fatal pudo haberse cruzado en la mente de estas 77 personas: nunca existió la más ligera sospecha de algo trágico.

Por el contrario, la contagiante alegría en la partida del avión era muestra de lo que para ellos todos debía convertirse en felicidad luego del encuentro en Medellín. Tal como había sucedido días antes en Argentina cuando se logró la clasificación a la final frente al San Lorenzo del Papa Francisco.

Ni siquiera aquellas palabras del  técnico Caio Junior “Si se me diera morir hoy, moriría feliz” o la de aquel jugador que en su twitter dedicó a su amor “si mil vida viviera, mil vida te daría”, podían preverse como premonición del destino fatal que les aguardaba. Más podría pensarse eran frases alusivas a esos instantes pletóricos por la clasificación a la gran final de la Copa Suramericana y la seguridad de la conquista de campeones. 

La Policía de Antioquia llegó ese martes al lugar del accidente en Cerro Gordo.

Quiso el destino que aquellas horas de vuelo llenas de felicidad se transformaran inesperadamente en los más tenebrosos y despreciables cinco minutos vestidos de muerte. Era el tiempo que en distancia faltaba para el aterrizaje en el aeropuerto de Ríonegro. Cinco minutos convertidos en la más desastrosa tragedia que quedaría escrita en la historia de la aviación de Colombia y en la más profunda tristeza de los brasileros. La insistente petición de la tripulación a la torre de control pidiendo prioridad, coincidió nefastamente con otra emergencia de una aeronave de la empresa Viva Colombia que igualmente solicitaba prioridad para el aterrizaje.

Aquellas luces del avión, apagadas en un santiamén, se convirtieron en tinieblas en tan solo un instante irrepetible, apagando para siempre la vida de 71 de sus 77 ocupantes. Las olorosas esencias de las montañas de mi tierra, se transformaron en agrios olores de muerte. Y los perfumes de Libertad que tan orgulloso enaltece a los antioqueños, manchó de sangre los campos donde quedaron regados los cuerpos inertes de aquel equipo que momentos antes albergaba en su alma la ilusión de victoria.

Oh Libertad que perfuma

las montañas de mi tierra,

deja que aspiren tus hijos

 sus olorosas esencias

oh libertad…

El oscuro e impenetrable cerro de El Gordo, a pocos kilómetros del aeropuerto se  convirtió en el más triste y desolador campo santo de quienes bañados antes de optimismo y entusiasmo ahogaron ahora sus gritos de victoria en lánguidos y profundos quejidos de muerte. La cita que en pocas horas debía darse en el Atanasio Girardot en una noche de  grandes ambiciones frente al Nacional, se transformó entonces en el desolador espectáculo de llanto y dolor.

A muchos kilómetros de distancia, en un pueblito brasilero por nombre Chapecó, la tragedia retumbó en todos los rincones. Y concitados todos, sin acuerdo alguno, hinchas y familiares y el pueblo entero, corrieron raudos a la sede del equipo. Y al estadio donde tantas hazañas había cumplido el joven y revelador equipo de color verde.

Inconsolables y desgarradoras escenas de padres, hijos, parientes y amigos confundían su dolor en abrazos interminables con los hinchas fieles de aquel club que  pasó de un momento a otro  a descubrir las dos caras del destino: la vida y la muerte. Y las imágenes de aquel grupo de futbolistas que en medio del frenesí brincaban y daban gritos de felicidad en el camerino del San Lorenzo por haber llegado a la gran final de la Suramericana, se cambiaron abruptamente por los rostros arrugados de dolor y bañados en lágrimas de familiares de aquellos protagonistas que tocaron el cielo con sus manos y bajaron raudos sin imaginar al abismo de la muerte.

Un sueño no cumplido. Una ilusión que se truncó por destino divino. Un hijo que por  involuntario olvido de sus documentos  no pudo acompañar a su padre y director técnico del club,  un alcalde que atendiendo compromisos aplazó el viaje,  y alguien más al que tal vez por alguna razón desistió del viaje, contemplan aún incrédulos aquel triste espectáculo de muerte de la que ellos milagrosamente escaparon.

Un joven futbolista de 20 años, reseñado por la crónica deportiva como una promesa a corto tiempo, en la que quizás muchos podían imaginar un nuevo Neymar, ni siquiera tendría la alegría de conocer a su primogénito que se gestaba en el vientre de su compañera. Aquellos brincos y abrazos con sus compañeros poco antes de emprender el viaje cuando conoció que iba a ser padre, quedarán quizás como el recuerdo imperecedero en el alma de su esposa como la última gran alegría del jugador.

En tanto, 48 horas después de la tragedia, el Estadio Atanasio Girardot con más de 50 mil personas se vestían, no con el “verde que te quiero verde”, ni con el grito alentador del Nacional. Esa noche de luto para el fútbol brasilero también lo fue para los colombianos y particularmente para los antioqueños que vestidos de blanco y velas prendidas en sus manos dejaban escuchar insistentemente un grito desgarrador que llegaba al cielo: “Vamos vamos Chapee, vamos vamos Chapee..” conmoviendo hasta los huesos a todos los asistentes.

Escena indescriptible que se convertiría paradójicamente en el mejor partido de fútbol entre dos equipos coincidentes- como diría el canciller brasilero-con los colores verde, de la esperanza y el blanco de la paz. Dos equipos que disputarían la final de la Copa Suramericana y,  por designio de Dios, se unían ahora en un solo sentimiento.  Uno de ellos, el Chapecoense observando desde el Cielo los malabares y jugadas de los verdes del Atlético Nacional. El otro, sin jugar, imaginando sonriente los piques y chilenas, y los driblings y pases milimétricos de los verdes cracks brasileros; esos que nos enseñaron-como diría el técnico Reynaldo Rueda- que el fútbol es arte y placer y es diversión para el público.  Sin importar el resultado. Porque fuere cual fuere, el resultado de aquel partido que no fue, el título de campeón sería por siempre para los brasileros. Victoria imborrable que ratificaría después la Conmebol para esos héroes que perdurarán en la historia.

Miles de personas abarrotaron esta noche el estadio Atanasio Girardot de Medellín para rendir un homenaje póstumo al equipo de fútbol brasileño Chapecoense

El fútbol no tiene fronteras. Tampoco la solidaridad tendría fronteras. Los antioqueños sobrados sin duda alguna en esta muestra se “robaron” el sentimiento del mundo entero. En Medellín se vivió un solo partido, el del sentimiento unido entre dos naciones con tradición futbolera: Colombia y Brasil. La imagen de las 71 palomas alzando vuelo recordando el alma al cielo de las víctimas de la tragedia, el escenario vestido de blanco, el cantico de los hinchas “vamos vamos Chape, vamos vamos Chape..”, los enormes cartelones con frases como ¡Chapecoense, campeón por siempre!, las voces quebradas de emoción y el llanto inocultable que se confundía en rostros de colombianos y brasileros fueron muestras fehacientes de la tristeza que embargaba los corazones.

“El fútbol es el lenguaje universal que

 traspone todas las fronteras, todas las

barreras de lengua o raza”: Jules Rimet

Esa noche, como lo anotaría en un comentario el escritor Andrés Salcedo,  “todos somos del Chapecoense y hoy todos tenemos una tumba en las montañas perfumadas de Antioquia. Hoy somos verdes y rojos y blancos y negros y del color que mejor traduzca el dolor que todos sentimos. Hoy volvemos a saber que todo se acaba cuando se acaba la vida”.

Brasileros y colombianos unieron sus corazones partidos por el dolor y sus almas en llanto, bañaron en lágrimas a 64 familias brasileras, a cinco familias bolivianas, a una familia paraguaya y otra venezolana. Padres, hijos, esposas, hermanos que no pudiendo disfrutar de aquel partido de la vida, guardarán por siempre el recuerdo del partido que los vistió de un mismo color.

En aquella noche negra, aquel día de luto y aquellas largas horas del duelo en el Atanasio Girardot, el nombre de Colombia envolvió al mundo entero. Pero ahora no por las nefastas noticias que durante décadas nos enmarcaron en señalamientos de narcotráfico y bombas y en nombres como Pablo Escobar o los hermanos Rodríguez Orejuela, ni en la guerra intestinal de guerrilla y paramilitarismo que miles y miles de víctimas han  dejado escritas por siempre.   

Ahora, el nombre de Colombia retumbó en Chapecó y en los más apartados rincones del Brasil, y de toda América. Y del mundo entero. Y en cada una de ellas se derramaron lágrimas por la desaparición de esos 71 héroes inmolados en el trágico vuelo; Lágrimas impregnadas del sentimiento de un país como Colombia que, demostró tener un corazón gigante, capaz de albergar en su pecho a todo el planeta.

Desde horas de la madrugada aficionados hacen largas filas para entrar al estadio y despedir a los jugadores.

Horas después de aquella noche negra, el Estadio de Chapecó reviviría con enorme duelo aquella otra antecedida en el Atanasio Girardot. Las más de 50 mil personas agolpadas en Medellín la noche en que debía jugarse el partido, se multiplicaría en miles y miles más, dentro y fuera del escenario brasilero. Y en medio de la incesante lluvia que caía y parecía compartir el llanto de aquel pueblo, y sin importar largas horas de espera, el sentimiento era uno solo, bajo el nombre Chapecoense. Las gigantes gotas caídas del Cielo se confundían en el verde tapiz  del estadio con las incansables lágrimas del pueblo de Chapecó, haciéndonos recordar aquella bella canción del inmortal Pedro Infante “Flor sin retoño”.

“Regué una flor

con agua que cae del cielo

y la regaba

con lágrimas de mis ojos”

Aquella noche del fatídico vuelo TT.2933, las montañas de El Gordo pincharon el balón del que pretendía ser el juego de la alegría convirtiéndose entonces en el juego universal de la solidaridad. Como universal es el idioma del fútbol así de universal quedaron inertes los corazones del mundo entero. Comenzando por los arrugados corazones de los paisas que lloraron como propios aquel absurdo acontecimiento.

En Colombia, antes de esta tragedia, la historia nos retrotrae a dos accidentes de aviación en la que murieron muchas personas que lograron contraer el estado anímico de todo el pueblo. Aunque sin  traspasar fronteras tan dolorosas como las del club Chapecoense. Una, la del 24 de junio de 1935 en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín cuando dos aeronaves chocaron en una pista. La muerte quizás más lamentable fue la del cantante de tangos argentino Carlos Gardel, en ese momento considerado el más grande tanguista del mundo. La otra, la del 15 de febrero de 1947 cuando se estrelló un avión en la Cerro de El Tablazo en territorio de Cundinamarca. La aeronave se dirigía de Bogotá a Cali. Allí perecieron personas de la política nacional y el futbolista barranquillero Romelio Martínez. De tal trascendencia fue el siniestro que por primera y única vez el gobierno decidió suspender el Carnaval de Barranquilla.

Nacional supo ahora que el título de campeón debía ser merecidamente para los brasileros. Y lo declinó y ofreció a esos héroes que sacrificaron sus vidas en busca de la gloria. Y Santa Fe supo también que ante la magnitud de aquella desgracia, nada valía el título conquistado en la versión anterior. Y por eso cedió el trofeo logrado un año antes. Como homenaje póstumo a esos valientes brasileros, herederos del mejor fútbol suramericano y quizás del mundo.

En las palabras del técnico Reynaldo Rueda en su breve y sentido discurso enalteciendo el fútbol brasilero y del cual Colombia se volvió receptor de la alegría propia de sus futbolistas, recordamos a esos astros históricos como el Rey Pelé, Tostao, Rivelino, Gerson, Clodoaldo, Gilmar y todos aquellos que formaron en la mejor selección mundial de México 70. Y de otros como Ronaldo y Ronaldinho, Roberto Carlos y muchos más que catapultaron a Brasil como el país del mejor fútbol del planeta.

Reinaldo Rueda, durante homenaje al Chapecoense.

Y los colombianos enamorados siempre del juego de astros que formaron en clubes como el Junior, Cali, Unión Magdalena, Santa Fe, Millonarios, entre otros, coincidimos en tales creencias. Y nombres como Heleno De Freitas, Dida, Qurentinha, Ayrton, Romeiro, Texeira Lima, Waltinho, Paulo César, Dacunha y Víctor Ephanor nos recrearon la mente y tal vez por momento, nos dio un respiro en aquellos tristes recuerdos de la tragedia.

Porque quizás en los nombres de Ailton Cesar Junior Alves da Silva (Canela), Alan Ruschel, Ananias Elói Castro Monteiro, Arthur Brasiliano Maia, Bruno Rangel, Cléber Santana, Danilo Padilha, Dener Assunção Braz, Everton, Kempes dos Santos Gonçalves, Filipe José Machado, Guilherme Gimenez de Souza, Hélio Hermito Zampier Neto, Jakson Ragnar Follmann, José Gildeixon Clemente de Paiva (Gil), Josimar, Rosado da Silva Tavares, Lucas Gomes da Silva, Marcelo Augusto Mathias da Silva, Mateus Lucena dos Santos, Matheus Bitencourt da Silva, Sérgio Manoel Barbosa Santos, Tiago da Rocha (Thiaginho), Willian Thiego de Jesus, bien podrían estar los herederos de aquellos antes mencionados.

Esos que la historia guarda en sus páginas. Y estos de ahora en quienes se tenían fincadas enormes esperanzas y expectativas por mantener esa imagen del mejor jogo bonito que practican los vestidos de la verde amarela y con los que se recrea al mundo.

Esta vez no fue. Porque esta vez el balón no rodó alegre en el verde gramín del estadio, sino que reventó en las tinieblas de las montañas. Y esta vez, tampoco las páginas de periódicos y los micrófonos de radio describirían la alegría de un gran partido entre dos rivales vestidos del mismo color. Como tampoco las imágenes de Fox Sport mostrarían la fiesta futbolera programada. Jugadores y periodistas, los grandes protagonistas, enmudecieron para siempre. Esta vez las crónicas pintarían de negro oscuro el color de la muerte.

Y por eso, en Medellín y Colombia entera se entendió el significado de aquella frase bordada con enormes letras verdes y exhibida en grandes cartelones, que perdurarán en la historia: ¡Chapecoenses, campeones por siempre..!

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